
La asesina perfecta
- Genre: Paranormal
- Author: Edgar Romero
- Chapters: 135
- Status: Completed
- Age Rating: 18+
- 👁 370
- ⭐ 7.5
- 💬 1
Annotation
Luego de una colosal y mortífera pandemia que asoló todo el mundo, provocando 20 millones de muertes, las evidencias apuntan que la catástrofe fue provocada por un despiadado y tiránico mandatario quien intenta eliminar todo tipo de pruebas que lo involucren para evitar ser ejecutado por las autoridades. Los científicos que crearon el virus deciden, también, eliminar todo rastro, incluyendo una dosis de una extraña fórmula que causa la inmortalidad, hecha para contrarrestar ese mortífero virus, y qué mejor forma de esconderla que inyectándola en una hermosa científica, pensando en provocar su muerte, sin darse cuenta que ese fármaco convertirá a esa mujer en una máquina para matar, en una asesina perfecta. Ese es el trama y título de esta apasionante novela, muy actual, polémica, controvertida y que tiene todo: acción, intriga, suspenso, amor, romance y un sin fin de emociones y vértigo por doquier. "La asesina perfecta", la científica inoculada con esa mortífera sustancia, se vengará en forma despiadada de quienes intentaron matarla y tendrá además la necesidad de amar y sentirse amada, buscando con desesperación el amor. Un relato muy ameno, fácil y sencillo, que impactará al lector de principio a fin.
Chapter 1
Desperté rodeada de muertos. Me miraban, tenían los ojos abiertos y parecían huecos, vacíos, igual a profundos abismos, oscuros y exánimes, las cabezas partidas, los pechos abiertos, agujereados, pestilentes e inertes. Olía horrible y las luces estaban tan o más moribundas que todos esos cadáveres amontonados como toscos montículos de carnes putrefactas rodeadas de miles de moscas zumbando sin cesar. Aún chorreaba la sangre de los que recién habían matado. Vi una tupida niebla también, pero creo eran las legañas que engomaban mis pestañas y mis párpados y se resistían a abrirse. No sé cuánto tiempo estuve allí, entre esos escombros de huesos, tripas y músculos gastados por la putrefacción, me sentía atada, amordazada y no podía, siquiera moverme.
El cuerpo se me hacía eses. Aún sentía la fortísima descarga que recibí. En mis tímpanos rebotaban como campanadas mis gritos, el feroz alarido que lancé cuando accionaron la palanca y todo mi ser se estremeció por un gran sacudón que me paralizó, me aterró y el dolor me fraccionó en un pedazos. Todo mi ser estalló en esquirlas. Los rayos se multiplicaron dentro de mi cráneo, reventando por doquiera, haciendo trizas mis sesos y mi corazón, muy alterado y frenético, tamborileó en un horrible y dantesco redoble que terminó por agobiarme y sumirme en la inconsciencia.
Imagino que ellos, mis verdugos, pensaron que yo había muerto, de lo contrario no estaría allí apiñada junto a todos esos huesos en descomposición, las moscas rodeándome, la sangre secándose en el suelo y las miradas vacías y huecas de tantos cadáveres.
Todo eso me asfixiaba y me tenía aún más angustiada que cuando me senté en la silla eléctrica. Empecé a sudar. Era un sudor frío, pegajoso que perlaba mis sienes y resbalaba a mis mejillas y el cuello. Tenía mis pelos también encharcados y la boca seca. Respiraba con mucha dificultad y quería toser pero me aterraba la idea de que alguien me oyera y entonces intentaran matarme otra vez.
Miré mis manos y estaban llenas de sangre. Me habían arrinconado con los sujetos a los que mataron a balazos. Los reventaron como piñatas y sangraron a chorros encharcándolo todo. Allí me lanzaron, convertida en un despojo. Me quedé tirada, seguramente con la boca abierta, los ojos desorbitados y sin pulso ni latidos, víctima de la potentísima descarga eléctrica que, supuestamente, me dejó chamuscada.
Traté de alzarme con cuidado pero me aprisionaba otro sujeto al que también electrocutaron. Humeaba su cabeza y olía a madera quemada. Traté de arrimarlo pero mis manitas apenas tenían fuerzas y el tipo muerto parecía un mastodonte que estaba echado sobre mis rodillas y pesaba una tonelada. Era muy gordo, tenía la mirada desorbitada, la cara ajada por el dolor y las manos erguidas como si hubiera tratado de asirse a algo en su viaje al otro mundo, después que recibió la letal descarga eléctrica y lo dejó frito.
Ellos, los verdugos, mataban de dos formas. A los ladrones los fusilaban y a los asesinos los mandaban a la silla eléctrica. A mí me acusaron de matar a dos hombres importantes, afines al gobierno, porque descubrí que el virus sintético era cierto, una arma efectiva y contundente, capaz de aniquilar ejércitos enteros, a todo el mundo y hacer realidad el apocalipsis. En eso pensaba cuando un fortísimo golpe en la cabeza me derrumbó sobre la computadora, estrellando mi nariz en el suelo, turbada aún por el descubrimiento, incrédula de lo que estaba, en realidad, pasando y sorprendida por el feroz martillazo que remeció mis sesos igual a horripilantes portazos.
-¡¡¡Yo no maté a nadie!!!-, grité aterrada desde la mugrienta celda donde estaba apiñada rodeada de cucarachas tan o más grandes que una sandía. No ignoraba mi suerte. Desde que se instaló Holger en el gobierno, se multiplicaron los juicios sumarios, los crímenes, los asesinatos, los fusilamientos y las penas de muerte. Esa era su única política, porque el tipo no conocía otra ley que matar a los que se oponían al régimen. "O están conmigo o en mi contra", esa era su filosofía. Los que se negaban a sus órdenes morían y los que estaban de acuerdo, se sumaban a la tiranía. En esos polos distantes, yo estaba al medio. No es que no me importara que el país estuviera en decadencia, sino que yo no quería morir. Entonces me dedicaba a mi labor de investigadora bióloga en el instituto de medicina pandémica preocupada de las plagas que asolaban el mundo y que amenazaban con la extinción de la raza humana.
Entonces descubrí el virus sintético.
Chapter 2
-Mataste a los científicos Steward y Martins-, sentenció el juez Fabrizzio McKenna que me condenó a morir. Su legajo de sentencias ya sumaban casi un centenar de infortunados que caían en sus manos e iban de frente al paredón o la silla eléctrica, las dos formas de cumplir con las penas de muerte que tenía la constitución.
Steward y Martins estaban en contra de Holger. Ellos también sabían del virus sintético. Renunciaron al instituto y querían irse, cuanto antes, del país. -Esto está por reventar, Melissa, es mejor que también te vayas-, me dijeron ese día por la mañana que me inocularon una vacuna contra la fortísimas radiaciones con las que estaban trabajando en sus afanes de clonar células. No sabía de lo que hablaban. Me rasqué los pelos incrédula. Yo estaba trabajando en inmunizaciones y ya tenía muy avanzados mis informes. Las pandemias se habían tornado en una constante en el mundo y estábamos en carrera contra el tiempo para las vacunas. Mi idea era un solo trat