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Poderosa-mente Rubia

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Annotation

Desde que era adolescente, Amanda ha sido juzgada simplemente por ser rubia. Durante años, intentó manejarlo con paciencia, pero todo tiene un límite, y su jefe lo había cruzado. —¡Oh, vamos, Amanda! No te enfades. Es un hecho científico: ¡todas las rubias son tontas! —exclamó con una sonrisa burlona. Me giré hacia él, controlando la furia que hervía dentro de mí. —¿Todas las rubias son tontas? —repetí, alzando una ceja—. Pues déjame llorar sobre mi título de Harvard, imbécil —dije, levantando el dedo medio—. Y por si no quedó claro... ¡renuncio! Me dirigí hacia la puerta, llena de indignación. —Amanda, solo era una broma. Vamos, piénsalo bien. Dime, ¿dónde una chica como tú va a encontrar un trabajo tan decente como este...? —continuó, intentando salvar su orgullo. Eso fue todo. Me giré antes de que terminara de hablar, y mi puño se estrelló contra su cara. —Si vuelves a hablarme así, te juro que pondré en práctica los años que estudié judo —le advertí, antes de salir dando un portazo. --- Muchas chicas rubias actúan según los estereotipos porque la sociedad espera que lo hagan, no porque sean tontas. De hecho, hay muchísimas rubias que son doctoras, abogadas y líderes influyentes en el mundo. Sin embargo, el viejo cliché persiste: que todas las rubias son frívolas o poco inteligentes. Tengo 26 años, vivo sola con mi perrito de ocho meses, Hache, y ahora mismo estoy sentada en una acera, reflexionando sobre el hecho de que acabo de renunciar porque mi jefe es un imbécil. El muy idiota creía que, por ser su secretaria, podía acostarse conmigo. ¡Ja! Qué patán. Pero ahora que lo pienso, acabo de dejar el trabajo que pagaba mis facturas. ¿Y cómo voy a alimentar a Hache ahora?

Capítulo 1: Renunciar nunca fue tan satisfactorio

El eco del portazo resonó en el pasillo de la oficina mientras me alejaba a grandes zancadas. Mis tacones hacían un ruido metálico en el suelo de mármol, lo cual encajaba perfectamente con mi estado de ánimo. La furia bullía en mi interior. No podía creer que después de todo este tiempo, después de ser la mejor en lo que hacía, ese neandertal me tratara como si mi color de cabello definiera mi inteligencia.

—"Todas las rubias son tontas", ¿En serio? —murmuré entre dientes, recordando las palabras de mi exjefe.

Poca atención le presté a la gente a mi alrededor. Compañeros de oficina, que seguramente escucharon mi pequeña explosión, me observaban con miradas que iban desde la sorpresa hasta la admiración. Había aguantado demasiados comentarios de mal gusto en esos meses, pero hoy... hoy fue el día en que finalmente reventé.

Salí a la calle, el aire fresco de la ciudad me golpeó en la cara. Inspiré profundamente, tratando de calmarme, aunque lo único que quería en ese momento era gritar hasta que me quedara sin voz. Caminé sin rumbo, tratando de procesar lo que acababa de pasar.

—¡Lo golpeé! —murmuré para mí misma, y una sonrisa de satisfacción asomó en mis labios. Lo había hecho. ¡Le di un puñetazo en la cara a ese imbécil! La imagen del rostro de mi jefe desfigurándose por la sorpresa y el dolor al sentir mi puño fue casi terapéutica.

Me detuve de golpe y me dejé caer en una acera cercana. La realidad empezó a asimilarse. ¿Qué acababa de hacer? Renuncié. A mi trabajo. ¡Renuncié! Y sin ningún plan de respaldo. No tenía ahorros suficientes para estar desempleada por mucho tiempo, y mi querido perrito Hache dependía de mí. Al menos uno de los dos tendría que comer bien, ¿no?

Suspiré y apoyé la cabeza entre mis rodillas. ¿Qué había pasado conmigo? Desde que tenía uso de razón, había escuchado los mismos comentarios: "Las rubias no pueden ser inteligentes", "Seguro te pintas el cabello para parecer más interesante", "Oh, pero tú eres rubia natural, ¿no?". Como si ser rubia fuera un estigma que me definiera como persona.

Lo peor es que había intentado ser lo más paciente posible. Había aguantado comentarios durante toda mi vida, desde la escuela hasta la universidad y, por supuesto, en el trabajo. Pero todo tiene un límite, y mi paciencia ya no existía.

De pronto, mi teléfono sonó, sacándome de mi autocompasión.

—Hola, Amanda, ¿cómo estás? —la voz de Clara, mi mejor amiga, sonaba despreocupada al otro lado de la línea.

—Renuncié, Clara. —respondí sin rodeos.

Hubo un silencio breve antes de que Clara soltara una carcajada.

—¿Qué hiciste qué? ¿Renunciaste? ¿Así, de la nada?

—No fue de la nada. —Suspiré—. Mi jefe me llamó tonta solo porque soy rubia. Ya no pude más y le solté un puñetazo.

Clara se quedó callada unos segundos, seguramente procesando la información.

—¿Le diste un puñetazo? —su voz sonaba casi impresionada—. ¿En la cara?

—Directo en la cara. —confirmé con orgullo.

—Oh Dios, Amanda, eres mi héroe —dijo entre risas—. Pero, espera... ¿y ahora qué vas a hacer?

—No lo sé. —Miré a mi alrededor. La gente caminaba con prisa, ajena a mi pequeño drama—. No tengo ni idea de qué voy a hacer. Ahora mismo estoy sentada en una acera, reflexionando sobre mi vida.

—Ay, amiga, no te preocupes. Conseguirás algo. Tienes un m*ld*t* título de Harvard, ¡y eres buenísima en lo que haces! No dejes que un imbécil como ese te haga sentir menos.

—Lo sé... pero el alquiler no se paga con títulos de Harvard, y Hache necesita comer.

—Ay, Hache. —Clara suspiró con ternura—. Ese perrito es un rey, ¡debería ser él quien te mantenga!

Sonreí ante la idea. Hache, mi pequeño schnauzer de ocho meses, era un príncipe en mi vida. El único ser que me amaba incondicionalmente, sin juzgarme por mi color de cabello ni por nada más.

—Sabes qué, Amanda, no te preocupes por el trabajo. Vamos a salir esta noche, ¿vale? Despejarte un poco. Después, nos pondremos en modo búsqueda de empleo y solucionamos esto.

—No sé, Clara... No estoy de humor.

—Por favor, Amanda. No puedes estar triste por mucho tiempo. Te conozco, eres más fuerte que esto. Además, mereces una noche de diversión después de haber dejado inconsciente a ese cretino.

No pude evitar reírme.

—Bueno, lo pensaré. Gracias por ser mi animadora personal, Clara.

—Para eso están las amigas. Ahora, ve a casa, relájate y deja que te recoja esta noche. Te prometo que no te arrepentirás.

Colgué el teléfono con una ligera sensación de alivio. Tenía razón. No podía dejarme hundir por lo que había pasado. Aunque me había quedado sin trabajo, había algo inmensamente liberador en saber que ya no tenía que volver a enfrentarme a ese ambiente tóxico.

Me levanté de la acera y empecé a caminar hacia mi apartamento. No sabía qué iba a hacer a partir de ahora, pero al menos tenía un plan para la noche. Y después de todo, un poco de diversión no le hacía mal a nadie, ¿cierto?

Mientras caminaba, la ciudad a mi alrededor parecía moverse a un ritmo distinto. Yo, en medio de mi caos personal, empezaba a darme cuenta de que quizá, solo quizá, esta era la oportunidad que necesitaba para cambiar mi vida.

Capítulo 2: Una noche para olvidar... o recordar

El sonido del timbre sacudió mi letargo. Me había pasado las últimas horas en el sofá, mirando al techo mientras Hache dormitaba en mis pies. Me levanté lentamente y caminé hacia la puerta, todavía con la cabeza llena de pensamientos sobre mi futuro incierto. Abrí, y ahí estaba Clara, tan vibrante y energética como siempre, con una sonrisa enorme y su típica actitud resuelta.

—¡Vamos! —exclamó, extendiendo los brazos dramáticamente—. Esta noche es para olvidar todos los problemas, incluidas las renuncias espontáneas.

—Clara, no sé si estoy de humor para salir... —murmuré, mirando mis vaqueros gastados y la camiseta vieja que llevaba puesta.

—¡Ah, por favor! Ni lo pienses. —Entró a mi apartamento sin esperar una invitación y me arrastró hasta mi habitación—. Tienes un armario lleno de ropa fabulosa y te vas a poner la mejor de ellas esta noche. Vamos a salir y te prometo que vas a sentirte mil veces mejor. Es más, tal vez encuentres una buena historia para contar a

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