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LAUNDRY SERVICE ©

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Annotation

El ex-teniente del ejército Edward McLean ese día solo buscaba una cosa, un lugar para descansar una noche antes de regresar a casa de su última batalla, y hacerse cargo del negocio familiar. Alina Clark, una joven normal, envuelta en la rutina que silenció su necesidad de volver a sentir, debido a malas experiencias vividas por terceras personas. Cuando dos almas predestinadas se encuentran, se complementan… encajan como un rompecabezas.

ARGUMENTO:

Se pasó la mano por la cara, se acarició la barba incipiente. No era la primera vez que iba a esa ciudad, pero siempre había llegado noche y en helicóptero. Tampoco se había quedado más de doce horas, y menos en un hotel. Nunca le había llamado la atención y aunque se dio cuenta de que era pintoresca, con las calles limpias era un tanto solitaria.

El auto se detuvo, y le dio al conductor las gracias con un billete de veinte dólares y uno de diez como propina. Enseguida el hombre sonriente le agradeció y le dio su tarjeta personal, no sin antes decirle que le llamara si alguna vez regresaba.

Edward, con un asentimiento de cabeza, abrió la puerta del auto y luego de bajarse y despedirse con un saludo militar, entró a la cafetería que parecía más un bar, entrecerró los ojos un poco para ajustarse a la oscuridad. Pues era un poco inusual, La música era un rock, que hacía retumbar las paredes, y que no tenía nada que ver con la decoración del lugar. Recordó que era la ciudad más cercana al campamento, y que ese contraste se debía a la visita frecuente de muchos soldados como él.

Tal vez después de estar setenta y cinco minutos en un taxi escuchando a Elvis, la música era un shock para sus oídos. Se dio cuenta de que quizá era el sitio más recurrente de la ciudad, porque la mayoría de las mesas estaban ocupadas. No solo con bebidas sino también con comida.

«¡¿Por qué diablos estaba tan oscuro a las dos de la tarde?!»

Se preguntó, al mismo tiempo que puso su espalda recta cuando sintió que el aire acondicionado le pegaba de frente en la cara, la sensación fue agradable. La comodidad de estar en una ciudad a veces para un hombre como él era gratificante.

Sintiendo las miradas de las personas a su alrededor, caminó con su petate en el hombro, con paso firme. Tan seguro de sí mismo, que muchas personas lo confundirían con la arrogancia. Hasta que llegó a una mesa vacía en una esquina, que había notado cuando escaneó de manera rápida aquella cafetería. Lo escogió ese precisamente, porque desde ahí tenía completa visibilidad, además de la discreción por estar un poco apartada.

Estaba cansado, hambriento y molesto. Pues había perdido su vuelo con destino a casa, por culpa de su amigo Vasile, quien hizo mucho ruido y lo persuadió para que lo ayudara a atender a las tres chicas que había llevado a su habitación la noche anterior para celebrar su despedida.

«Maldita noche», pensó sacudiendo los recuerdos de unas horas de excesos.

Cuerpos sudados entrelazos, ropa sobre los sofás. Botellas de whisky mal puestas sobre la mesa. Preservativos tirados en el suelo.

—¡Vamos, hombre! Cambia esa cara —le había dicho su amigo entre burlas—, que mejor que esto, para decirle hola a tu nueva vida de civil.

Aunque no se arrepentía de nada, para Edward no había nada más placentero que una cerveza bien fría, y el s*x* de una mujer caliente, mojado y dispuesto con ganas de divertirse. Pero quería volver a casa y abrazar a su hija Kate, de cuatro años de edad. Después de un traumático divorcio, era el único lazo afectivo que quería conservar con las del s*x* opuesto a largo plazo.

Dejó su mochila a un lado antes de sentarse. No pasó ni un minuto cuando una rubia alta con la camiseta del establecimiento. En la parte delantera decía bien grande la palabra: “Devórame” que le hacía resaltar sus grandes pechos. Hizo que se preguntara una vez más por qué el lugar estaba tan oscuro, pero lo único que se veía claro era aquel par de t*t*s tentándole.

—¿Qué puedo ofrecerte? —preguntó la recién llegada con voz melosa, mirándolo con curiosidad y golpeando sus labios con el lapicero.

Edward sacó de chaqueta de cuero, una caja de cigarros y se llevó un cigarrillo a la boca, sin encenderlo aún, entrecerró los ojos. Ya que la chica le indicó con la cabeza y una sonrisa que mirara el letrero detrás en su espalda que decía: “prohibido fumar”.

Él agitó la cabeza. Si algo había aprendido en su vida adulta era a interpretar bien el lenguaje corporal de las mujeres. Luego de rebuscar su encendedor en el bolsillo delantero, mostrándoselo y volviéndolo a guardar, le respondió mirándola de arriba a abajo, aprovechando la poca luz del lugar:

—Por ahora, solo una cerveza bien fría, cariño.

—También tenemos el plato del día —La listilla se ajustó los pechos, y luego puso una de sus manos sobre la mesa y se inclinó un poco hacia él. Usando una voz sensual, agregó: —Te aseguro que te encantará el postre.

Edward la miró sorprendido y soltó una carcajada. Ella pensaba decirle más, pero en ese momento un hombre llamó a la rubia para que lo atendiera.

—Ya sabes en donde estaré —le hizo un gesto militar con la mano, dio media vuelta y contoneó las caderas.

«¡Mujeres!»

Diez minutos después…

Edward estaba impaciente, pues desde hacía rato no veía a la chica y tampoco su cerveza. A eso tenía que sumarle que su estómago estaba rugiendo del hambre. Decidió ir a la barra, así que se levantó. Casi llegaba cuando de la nada se atravesó una mujer pequeña, con una bandeja de cerveza, y tropezó con él. Todo el líquido cayó sobre la chica.

—Lo siento —dijo Edward, pero no aguantaba la risa al verla toda empapada de cerveza.

Era lo más estúpido que le había sucedido con una chica en mucho tiempo, por no decir que desde su adolescencia. Realmente; Edward se burlaba de la situación y no de ella. Sin embargo; lo miró enarcando una ceja, y al ver que no paraba de reírse, sus ojos comenzaron a brillar de furia contenida.

—¿Qué es tan gracioso? —puso la bandeja a un lado y solo le quedaba una jarra de cerveza en la mano.

—Eh… —carraspeó un momento tratando de aguantar la risa, pero le fue imposible—. Te pido disculpas de nuevo, lo cierto es que no te vi.

—Pues, yo tampoco —y le vació la jarra de cerveza en su pecho—. Ahora ya puedes burlarte todo lo que quieras.

Ella le dio la espalda para marcharse, pero él fue más rápido, y la agarró del brazo.

—Oh, no pequeña gata salvaje. Tú no acabas de hacer esto y te irás meneando tu apretado trasero sin pagar las consecuencias.

MEDIA VUELTA:

La chica se zafó de su agarre de manera rápida, su tamaño la ayudaba a ser escurridiza. Por primera vez en su vida agradeció ser de baja estatura.

—Yo no tengo por qué pagarte absolutamente nada —le hizo un gesto altivo con la boca—. Al contrario; eres quien tiene que pagar por las cuatro cervezas que me has echado encima.

Edward pensaba decirle algo, y la agarró de nuevo por el brazo.

—¡¿Qué cojones está pasando aquí?! —se escuchó una voz firme.

—Esta chica me ha echado encima la cerveza —Edward la soltó, y se señaló su chaqueta de cuero, la camiseta y sus jeans desgastados.

—¡Tú te lo has buscado! —agitó la cabeza de un lado a otro, y tratando de soltarse de su agarre—. Además de que me echaste la bandeja encima, y no conforme con eso te burlaste de mí.

—Ya dije que lo sentía, no te vi —argumentó Edward.

—¡Basta! —dijo Henry, el dueño del lugar—. El señor es nuestro cliente, deb

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