
CAUTIVA DEL PODEROSO
- Genre: Billionaire/CEO
- Author: KateStrom
- Chapters: 31
- Status: Ongoing
- Age Rating: 18+
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- ⭐ 7.5
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Annotation
Emma ha reconstruido su vida después de un pasado lleno de sombras y traiciones que la dejaron sin nada. Cuando conoce a Ray, un hombre enigmático cuya presencia domina cualquier espacio, siente que ha encontrado a alguien que la comprende y la protege. Sin embargo, detrás de su mirada encantadora y sus atenciones, Ray esconde un poder que Emma *p*n*s empieza a vislumbrar, uno capaz de aplastar a quienes se interponen en su camino. Lo que comienza como una atracción irresistible se transforma en un vínculo tan intenso como peligroso. Emma se debate entre el magnetismo que siente por Ray y las dudas que empiezan a surgir cuando el poder que él ejerce se convierte en una amenaza para su libertad. Entre secretos y revelaciones, Emma tendrá que decidir si se atreve a abrir su corazón a un hombre cuya influencia alcanza límites que jamás imaginó. ¿Podrá Emma resistir el embrujo de Ray y salir ilesa de un mundo que la pone en peligro, o acabará atrapada en su red de poder y secretos?
CAPÍTULO 1: LA SALIDA
El aire frío me golpeó en la cara, y por un instante, casi sentí que era libre. Pero fue una ilusión tan breve que ni siquiera llegué a creerla. Un año. Trescientos sesenta y cinco días contando rayas en una pared sin ventanas. Y ahora estaba aquí, fuera de esa prisión, pero no me sentía menos atrapada. No, todavía no.
Ahí estaba él. Caleb Sinclair, apoyado contra un coche que parecía sacado de una revista de lujo, uno de esos tan caros que ni en sueños habría pensado en tener cerca. Negro, brillante, impecable. Igual que él. Sus manos descansaban en los bolsillos de su chaqueta de cuero, y llevaba un reloj reluciente que debía costar más de lo que yo ganaría en toda una vida. La ropa, el coche, la expresión calculada en su rostro... todo de Caleb exudaba ese aire de perfección que siempre lo había envuelto, ese brillo que solo los Sinclair parecían tener. Y me di cuenta, con un nudo en el pecho, de que él se había mantenido intacto, mientras yo... yo no era ni una sombra de quien había sido.
—Emma... —murmuró, como si pronunciar mi nombre fuera algo que le doliera.
Mis labios se curvaron en una mueca amarga, y le sostuve la mirada, retadora. No había visto su rostro el día del juicio, cuando todo se vino abajo, cuando todo lo que habíamos compartido se evaporó en un instante. Él, mi Caleb, ni siquiera se molestó en aparecer. Ningún mensaje. Ninguna llamada. Solo silencio. Y ahora se plantaba frente a mí como si de verdad creyera que su presencia era un favor que debía agradecerle.
—¿Qué haces aquí, Caleb? —le solté, con las palabras impregnadas de una acidez que ni siquiera intenté ocultar.
Lo vi dudar un segundo, una chispa de inseguridad en sus ojos, pero al instante volvió a recuperar su postura firme. Extendió la mano y abrió la puerta del coche, como si con ese gesto pudiera borrar un año de abandono, como si realmente creyera que tenía derecho a estar aquí.
—Pensé que necesitarías que alguien te llevara a casa —respondió, y su voz era suave, casi tímida, como si esa excusa pudiera mitigar la herida que había dejado.
Solté una risa seca, sin una pizca de humor. ¿A casa? ¿De qué casa hablaba? Después de un año en una celda, *p*n*s sabía a dónde ir, y mucho menos quién era. Miré el coche reluciente, sus ropas, y sentí un asco sutil en el estómago. Ni siquiera me molesté en moverme.
—¿Tuviste un año para pensar en eso? —dije, cruzándome de brazos, plantada en el suelo como si mis pies echaran raíces ahí mismo.
Su mirada se desvió, y por un segundo pensé que había algo de culpa en su expresión. Pero esa culpa no tardó en desvanecerse, reemplazada por el rostro impecable y controlado de siempre. Los Sinclair eran expertos en eso: en parecer inalcanzables, como si nada pudiera dañarlos. Caleb no era la excepción.
—Las cosas se complicaron, Emma. Mi familia... tú sabes cómo son ellos. —Su voz era baja, casi temerosa. Pero no me conmovió. No, después de todo lo que había pasado.
—Sí, claro. Los Sinclair no se mezclan en problemas, ¿verdad? —Mi tono salió más venenoso de lo que esperaba, pero no me arrepentí. Él se merecía cada palabra—. Supongo que para un Sinclair era fácil fingir que yo no existía cuando todo se puso difícil.
Lo vi tragar saliva, y por un segundo noté algo en su rostro, algo que casi parecía remordimiento. Pero no le di el lujo de seguir con esa actuación. Di un paso atrás, sin despegar mis ojos de él, sin dejar que esa mirada perfecta me desarmara como solía hacerlo.
—No necesito nada de ti, Caleb. No ahora, no después de todo este tiempo. —Las palabras me quemaron la garganta, pero al decirlas, sentí un extraño alivio, como si al fin estuviera dejando atrás el peso de lo que él había sido para mí.
Caleb permaneció en silencio, con las manos aún en los bolsillos, observándome como si buscara algo que ya no podía encontrar en mí. No era el mismo Caleb que había conocido, o quizá era yo quien ya no era la misma. No importaba. Di media vuelta y empecé a caminar, sin mirar atrás, sin permitirle que su presencia me arrastrara de nuevo.
Caleb dio un paso hacia mí, y por un segundo supe que iba a intentarlo. Rogarme. Pedirme otra oportunidad, una que yo no quería darle.
—Emma, por favor. —Su voz salió rota, como si algo dentro de él realmente se estuviera desmoronando—. Yo no... no sabía cómo hacer esto. No sabía cómo manejarlo, cómo ayudarte sin poner a mi familia en peligro...
Las excusas resonaban huecas en el aire. Intenté no mirar sus ojos, no dejar que me tocara con esa expresión de arrepentimiento que años atrás habría sido suficiente para hacerme olvidar cualquier cosa. Caleb siempre había sido el rey de las palabras justas, de las disculpas envueltas en promesas y en esa voz suave. Pero ahora, ya no tenía efecto. No después de tanto silencio. No después de un año entero.
—¿En peligro? —murmuré, con una mezcla de cansancio y rabia—. Caleb, yo era la que estaba encerrada. La que se quedó sola. A ti nadie te iba a hacer nada. Esto no era peligroso para ti, ¿o sí?
Bajó la cabeza, y supe que lo había golpeado donde le dolía. Pero no importaba. Me cansé de sostenerme allí, de fingir que ese reencuentro tenía algún sentido, de darle a él algo que ya no merecía. Lo miré por última vez, y algo se apagó en mi pecho.
—Vete, Caleb —le dije, con la voz firme, sin rastro de duda—. No te necesito aquí, y tú no necesitas estar. Así que, por favor, márchate.
Él pareció encogerse, sus labios temblaron como si fuera a decir algo más, pero luego dio un paso atrás, en silencio. Lo vi alejarse, su figura reflejada en el coche de lujo, y por un segundo me pareció ver al chico que había conocido. Pero era solo un reflejo. El verdadero Caleb Sinclair estaba ahí, escondido tras su orgullo y las expectativas de su familia.
Esperé a que se fuera y entonces busqué en mi bolsillo. Saqué mi cartera, una vieja y descolorida, y conté los billetes arrugados que tenía adentro. Cien dólares. Eso era todo lo que había logrado guardar después del juicio, lo único que me quedaba después de un año de lucha y de pérdida. Miré los billetes por un momento, y solté un suspiro largo, como si estuviera dejando salir todo el peso acumulado.
Sin pensarlo demasiado, caminé hacia la parada del autobús más cercana. Me quedé allí, mirando los coches pasar, uno tras otro, hasta que un autobús viejo y ruidoso se detuvo frente a mí. Subí, pagué el boleto con una parte de esos cien dólares, y me dejé caer en el asiento junto a la ventana. El motor ronroneó, y el autobús se puso en marcha, alejándome de aquel lugar, de Caleb, y de todo lo que él representaba.
Miré hacia afuera mientras el paisaje cambiaba, con las calles extendiéndose hacia el centro de la ciudad. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que estaba en control de algo, por mínimo que fuera. Tal vez no sabía a dónde iba, tal vez no tenía un plan, pero al menos esta vez el camino lo elegía yo, y eso era suficiente... por ahora.
El autobús me dejó en el centro de la ciudad, en una de esas calles donde los edificios altos proyectan sombras frías y grises que hacen que todo parezca un poco más triste de lo que realmente es. Me ajusté la mochila al hombro, esa que me habían dado en el centro penitenciario, con algo de comida enlatada, una botella de agua y un par de mudas de ropa. Todo lo que tenía ahora cabía en esa pequeña bolsa. Toda mi vida reducida a lo esencial, a lo práctico, a lo mínimo.
El reloj de una tienda cercana marcaba las seis de la tarde. Miré a mi alrededor, buscando algún lugar donde pudiera pasar la noche sin gastar demasiado. Los cien dólares que me quedaban no iban a durar mucho si no encontraba la manera de estirarlos, y con las entrevistas programadas para mañana, necesitaba ahorrar cada centavo. La ciudad parecía más grande y más intimidante que antes. Quizá era porque llevaba un año viéndola solo en mi cabeza, soñando con cómo sería estar aquí otra vez.
Suspiré, sintiendo el peso de todo lo que había perdido en el pecho. La realidad era simple y cruda: ya no era doctora, ni siquiera podía decir que lo fui alguna vez. Tras el juicio, me habían revocado la licencia, y aunque intentara recuperarla, ¿qué hospital me iba a contratar ahora? La cirujana brillante y prometedora que solía ser estaba tan enterrada como los sueños de la chica que alguna vez creyó en Caleb. Mis manos, las que habían salvado vidas, ahora solo parecían recordarme el fracaso.
Recorrí las calles mirando los letreros de algunos hostales y pensiones. Me dolía ver cómo algunos clientes se apresuraban a entrar, buscando refugio del frío. Para ellos, era una noche más en la comodidad de sus habitaciones; para mí, era una incógnita.
Por fin encontré una pensión barata, un edificio de ladrillos desgastados y ventanas opacas. No me importaba mucho el aspecto, siempre que me ofreciera un lugar donde cerrar los ojos sin tener que preocuparme por nada más. Entré, sintiendo el crujido del suelo de madera bajo mis pies, y me acerqué al mostrador.
—¿Habitación para una noche? —pregunté, sintiendo que mi voz sonaba más débil de lo que quería.
El recepcionista, un hombre de aspecto cansado, me miró de reojo antes de asentir lentamente.
—Son cuarenta dólares, señorita. Pago por adelantado.
Saqué los billetes arrugados de mi bolsillo y los dejé sobre el mostrador, sin contar. Sabía que podía haber buscado un refugio gratuito, pero después de todo lo que había pasado, solo quería un poco de privacidad, un lugar donde no tuviera que explicar mi vida a nadie. Recibí una llave vieja y oxidada, y me dirigí a la habitación en el segundo piso.
La habitación era pequeña, con una cama individual y una lámpara que parpadeaba débilmente. Dejé la mochila en el suelo y me senté en el borde de la cama, mirando mis manos por un momento. Estas manos que habían sostenido un bisturí en las salas de cirugía ahora se sentían casi inútiles. Todo ese esfuerzo, todos esos años de estudio y práctica, y ahora... ahora solo era una ex convicta buscando un trabajo, cualquier trabajo que me permitiera seguir adelante.
Pero al menos tenía dos entrevistas para mañana. Conseguirlas había sido complicado; pocas personas querían contratar a alguien con antecedentes penales, y las pocas ofertas que recibía eran siempre trabajos temporales, nada estable, nada que me devolviera el sentido de propósito que había perdido. Pero tenía que intentarlo. No me quedaba otra opción.
Me eché en la cama y miré al techo, que estaba manchado y descascarado. El olor a humedad llenaba el ambiente, pero no me importaba. Cerré los ojos, intentando bloquear los recuerdos, las dudas, y los pensamientos de lo que había sido y de lo que ya no era. Mañana sería un día largo, lleno de sonrisas forzadas y explicaciones que ya estaba cansada de dar. Pero mientras mi respiración se calmaba y el cansancio me iba venciendo, supe que por lo menos había dado un paso, y que cada día, por pequeño que fuera, me acercaba un poco más a la persona que quería ser.
A la mañana siguiente, me desperté temprano, con el cuerpo tenso y la mente aún aturdida por la noche en ese colchón duro y el olor a humedad. Me vestí con la ropa limpia que me quedaba, un suéter sencillo y unos jeans que habían visto días mejores. La ropa que usé el día anterior la lavé en el fregadero, tratando de restregar las manchas y el cansancio de los días en la cárcel. La tendí cerca de la ventana, donde entraba un rayo de luz débil, esperando que se secara para usarla de nuevo. Sabía que tendría que aprovechar cada prenda al máximo hasta que tuviera más dinero, si es que alguna vez lograba tenerlo.
Mientras intentaba alisar las arrugas de mi ropa con las manos, un pensamiento se deslizó, como lo hacía cada vez que sentía que no me quedaban opciones. La señora Larns. La mujer que me había dado mi primer empleo, que me había ayudado a sobrevivir y a soñar con algo más. Pasé mi adolescencia y gran parte de mis primeros años en su taller, cosiendo junto a ella, escuchando sus consejos y sus historias sobre el valor del trabajo duro. Era gracias a ella que, de alguna manera, logré salir adelante, ahorrar y convertirme en la doctora que siempre quise ser. O que alguna vez fui.
¿Pero cómo iba a volver ahora, después de todo este tiempo? Después del escándalo, del juicio, de la cárcel... ¿Cómo podría mirarla a los ojos y pedirle trabajo otra vez? Sentía una mezcla de orgullo herido y vergüenza que me impedía siquiera considerar la idea. Sin embargo, la imagen de su taller, de las telas apiladas y el ruido constante de las máquinas de coser, no me abandonaba.
Dejé escapar un suspiro, sacudiendo la cabeza para apartar esos pensamientos. Hoy era un día crucial, y no tenía espacio para distraerme. Tenía dos entrevistas, dos oportunidades de empezar de nuevo, de demostrar que, aunque hubiera caído, aún podía levantarme.
Las horas pasaron rápido entre los nervios y la anticipación, pero la realidad golpeó con fuerza. En la primera entrevista, *p*n*s habían pasado unos minutos antes de que el gerente frunciera el ceño al ver mi historial. Me escuchó solo por cortesía, con una mirada que era más fría y distante con cada palabra que decía. La decisión estaba tomada antes de que siquiera pudiera decirle por qué estaba allí. Me dieron las gracias, una de esas despedidas corteses que se sienten vacías, y me invitaron a salir.
La segunda entrevista no fue mejor. La mujer al otro lado del escritorio ni siquiera disimuló su incomodidad al mirar mis antecedentes. A pesar de mis intentos de explicar, de mostrar que estaba dispuesta a empezar de cero, su expresión era tan clara como si me hubiera dicho que no en la primera palabra. Negó con la cabeza, murmurando algo sobre "no ser el tipo de perfil" que buscaban y que era "mejor para todos" si lo dejábamos así. Me tragué las palabras que tenía en la punta de la lengua, la rabia y la decepción que hervían dentro de mí. ¿Qué importaba si alguna vez fui una de las mejores cirujanas del país? Ahora no era más que una ex convicta con un pasado que parecía atado a mí como una sombra inquebrantable.
Salí de la última entrevista sintiendo cómo la desesperanza se apoderaba de mí. No importaba cuánto hubiera estudiado, cuánto me hubiera esforzado; todo se reducía a esa maldita condena. Mis manos temblaban mientras caminaba por la calle, mirando a la gente a mi alrededor, a aquellos que parecían tener la vida tan resuelta, tan simple. Me sentí extraña, ajena, como si el mundo ya no tuviera un lugar para mí.
Esa tarde, mientras vagaba sin rumbo fijo, mi mente regresó una vez más al recuerdo de la señora Larns. No podía evitarlo. Si alguien en este mundo me había enseñado a empezar desde cero, era ella. Sabía que sería difícil, que quizá me rechazaría o que tal vez se sentiría decepcionada. Pero, después de todo, ya no tenía nada que perder. Tal vez, solo tal vez, había una última oportunidad en su pequeño taller, en esas telas y en esas costuras que me habían salvado la vida una vez antes.
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CAPÍTULO 2: LARNS
Con la mochila aún colgada al hombro y la cabeza llena de dudas, me dirigí al viejo taller de la señora Larns. Las calles se sentían extrañas bajo mis pies, familiares y a la vez desconocidas, como si cada rincón me recordara la vida que había dejado atrás y que ahora parecía tan lejana. Al llegar, el sonido de las máquinas de coser llenaba el aire, mezclado con el murmullo bajo de las costureras. Aquello era más un hogar para mí que cualquier otra cosa, incluso más que las cuatro paredes de la pequeña casa que tuve alguna vez.
Me detuve en la puerta, sintiendo un nudo en la garganta, y vi a la señora Larns al fondo, inclinada sobre una mesa, sus manos rápidas y precisas sobre la tela, con esa concentración que siempre le admiré. Antes de que pudiera armarme de valor para decir algo, una de las trabajadoras me vio y soltó un leve jadeo, lo suficientemente alto como para que la señora Larns levantara la mirada. Al verme, su expresión pasó del desconcierto al asombro, y luego, a